MENSAJE DEL PRESIDENTE DEL PERÚ,
AUGUSTO BERNARDINO LEGUÍA SALCEDO,
AL CONGRESO NACIONAL, EL 12 DE
OCTUBRE DE 1929,
AL INICIAR UN NUEVO PERIODO DE
GOBIERNO
Señores Representantes:
Al ceñir mi pecho nuevamente con el bicolor nacional que es
la insignia del poder, no puedo ocultaros mi profunda emoción, porque me doy
cuenta de cuan excepcional y extraordinario es el homenaje que recibo al encomendárseme
la jefatura del Poder Ejecutivo, por cuarta vez, con una votación que excede
por mucho a todas las que antes tuve y en medio de aclamaciones alborozadas que
agitan al Perú entero.
¿Quién soy y qué hice, señores, para merecerlo? La firmeza de
mi voluntad, el amor inextinguible que profeso a mi patria, los heredé de mis
padres, que cultivaban la tierra y adoraban a Dios, llevando en el alma no sé
qué extraña nostalgia de la tierra española, heredada de viejos abuelos.
En lo demás soy el obrero de mis propias obras. Comencé a
trabajar muy temprano; cumplí mis deberes para con la patria cuando todavía era
muy joven.
La plenitud de mi vida coincide con la angustia que tuve al
ver al Perú caído y con la ilusión que cruzó mi mente de contribuir alguna vez
a su rehabilitación.
Treinta años pasaron, sin embargo, antes de que se produjera
la necesaria conjunción entre un pueblo que no quería morir y el hombre
destinado a salvarlo. ¡Y qué tragedias y qué dolores no dificultaron al
principio la obra de salvación! Por eso, cuando yo evoco el recuerdo del 29 de
mayo no pienso en mi persona sino en el Perú. Aquel día la mano de Dios se
interpuso para desviar la fatalidad que, sacrificando al hombre, habría
prolongado un periodo de tinieblas.
Pocos como yo tuvieron que acreditar su fe patriótica con tan
repetidas pruebas de dolor. La proscripción vino después y mientras la
distancia separaba a la patria de mi corazón, mi nombre fue calumniado y
escarnecido. Es que en la vida es muy difícil cumplir la misión de redentor sin
que hagan sangrar las espinas puestas por la incomprensión o la maldad. La
intuición del pueblo y la lealtad de unos pocos amigos crearon el episodio del
4 de julio de 1919, en que nació a la vida política del país la realidad de una
patria nueva, en todo, opuesta a la patria vieja. Porque patria vieja quiere
decir residuos de explotaciones condenadas por la historia; Estado decadente
que favorece el privilegio y desampara al pueblo; mientras que patria nueva es
la protesta contra los vicios y quiere decir Estado próspero, que reemplaza la burocracia
por la producción, que garantiza la subsistencia de todo el que trabaja, y que
impone a todas las formas de la actividad individual y colectiva la subordinación
al supremo interés nacional.
En mi discurso-programa del año 1924, os decía, señores
Representantes, que el territorio y la población que forman un pueblo, inspiran
su política económica, educativa e internacional.
“La Política es una ciencia que observa y aplica y no es,
como muchos creen, un simple procedimiento de imitación. La Política vive de la
realidad y no de la utopía. Por carecer de este concepto práctico de las cosas,
en épocas pasadas se dio el caso de un Perú dotado de Constituciones y leyes,
de instituciones y procedimientos copiados del extranjero, inaplicables, por
consiguiente, a un medio en donde no existía ni riqueza producida ni cultura
generalizada, ni hábitos políticos vigorosamente arraigados”.
No es de extrañar, pues, que yo haya buscado la solución de
nuestrosproblemas, observando nuestra realidad y no la ajena. De allí que haya
dado preferencia a las cuestiones prácticas sobre las cuestiones teóricas,
porque el Perú vive un periodo de su existencia, en que más que todo le
interesa desarrollar sus riquezas y organizar su administración.
Los éxitos alcanzados en diez años de permanente labor son la
magnífica justificación de mis esfuerzos patrióticos y de mi ideología
política. Lo que hemos hecho es ya bastante para construir los cimientos de una
gran nación, pues, como lo dije en otra oportunidad, hemos logrado, sobre todo,
despertar a la vida del progreso dos campos igualmente estériles: el suelo
árido de nuestra costa y la conciencia pesimista de nuestros hombres.
Señores:
Podría recapitular la obra realizada por mí, diciendo que
detuve la anarquía a que todos eran propensos, vigorizando el poder que nadie
respetaba; que hice obra positiva porque los hechos sucedieron a las palabras;
que alejé la miseria cultivando nuestros campos, irrigando nuestra costa,
trabajando nuestras minas, colonizando nuestra montaña, fomentando nuestras
industrias, dando a cada peruano no sólo la posibilidad de vivir, sino la de
ser propietario, es decir, libre, porque dentro de la organización actual del
mundo, la verdadera libertad todavía reposa en la independencia económica.
Podría recapitularla diciendo que señalé nuestros límites definitivos ganando
para el Perú la seguridad de sus fronteras y la amistad de sus vecinos, y
podría recapitularla, por último, diciendo que liquidé la Guerra del Pacífico,
recuperando Tacna, y reconciliando al Perú y Chile en el seno de una fraterna
amistad cuyas proyecciones son incalculables en el porvenir.
Reeligiéndome Presidente de la República por cuarta vez, los
pueblos del Perú han justificado mi obra y han premiado con generosidad mi
labor. Pero comprendo que los votos ciudadanos que me consagran, me imponen,
sobre todo, la continuación de mi tarea. Y yo la continuaré, señores, sin
vacilar, poniendo en ella los últimos alientos de la vida que aún me queda.
Estoy lejos de ser joven, pero todavía no soy viejo. Si la vida se ha llevado
para siempre la primavera de mis años, no ha podido arrancarme la lozanía de
espíritu, y es con el caudal de la inagotable primavera de momento, ante Dios y
los hombres, dedicarme por entero al servicio de la patria.
Tres principales direcciones seguirá en este nuevo periodo mi
labor de Gobierno: la que transforme nuestro sistema educativo; la que
perfeccione nuestros trabajos públicos; y la que modifique nuestro régimen
hacendario.
La reforma fiscal llevada a cabo en mis períodos anteriores
necesita perfeccionarse. La nueva Ley de Presupuesto y las varias disposiciones
que garantizan su mejor ejecución, necesitan completarse con la reforma de nuestro
régimen anacrónico e injusto, en todo predominan los impuestos indirectos como
un triste rezago de las épocas de privilegio en que se exoneraba a los ricos de
las cargas públicas y se agobiaba al pueblo sumiso o tolerante. El Perú ha
reaccionado en todo orden de cosas contra la tradición retrógrada y debe
reaccionar también contra las viejas prácticas de su régimen fiscal creando
impuestos directos que respondan mejor al sentido contemporáneo de la igualdad
y la democracia, incorporando a su legislación, en consonancia con el
movimiento universal, principios elementales de la justicia social.
El nuevo Estatuto de la Universidad impone también el deber
de reformar todo el cuadro de la enseñanza pública. El régimen de la enseñanza
no se puede desarticular como las piezas de un mecanismo. Forma un sistema
armónico cuyas deficiencias o cuyas ventajas repercuten en el conjunto. La
Reforma Universitaria será incompleta mientras no se armonicen sus direcciones prácticas
con la reforma de la Enseñanza Primaria y Media, cuya tendencia enciclopédica
fatiga innecesariamente a la juventud y la induce a seguir esas carreras
burocráticas en donde se consumen nuestras mejores energías dando pábulo a ese
proletariado de levita, con cuyas ambiciones se cometen después los más atroces
legicidios.
Urge convertir la Escuela en un Taller en donde se forjen,
sobre todo, las almas y se modelen los caracteres. Urge crear un tipo de
Escuela Rural en donde el niño indio adquiera la conciencia de su personalidad
humana y descubra siquiera la existencia de sus derechos. Urge preparar a la
juventud del Perú para que oriente su vocación hacia la agricultura, hacia la
minería, hacia las industrias, hacia el comercio, bases sobre las cuales
estamos construyendo el poderío de la nación. No suprimiremos, en verdad, las
Escuelas de Derecho, de Medicina y de Letras porque son indispensables en la
sociedad: el consejo legal de los abogados, el auxilio de los médicos y el
consuelo de los artistas; pero es necesario que toda nuestra juventud no se
especialice únicamente en la Medicina, en la Jurisprudencia o en el Arte. La
hora que vivimos exige especializarse en materias económicas y sociales que dan
la aptitud para vivir el ritmo acelerado de nuestra civilización materialista,
cuyas ventajas serán discutibles pero cuya realidad es inobjetable para un
hombre de Estado.
Tratándose de los trabajos públicos debemos proseguir y, a la
vez, debemos empezar. Proseguir los que se ejecutan y empezar los que están
proyectados.
Esos trabajos, los actuales y los futuros, tienden, señores,
a transformar el puerto del Callao en un amplio depósito comercial en el centro
del Pacífico y al corazón, que juro, en este fundar un gran puerto en el sur; a
irrigar sistemáticamente las zonas áridas de nuestra costa en el norte, en el
centro y en el sur; a resolver el problema agrario en su aspecto económico en
relación con la propiedad y en su aspecto social en relación con el obrero.
Esos trabajos tienden en la sierra al parcelamiento del latifundio y a la
rehabilitación del indio; a la extracción, en mayor escala, de los minerales de
toda clase, que esconden los Andes en prodigiosos filones; a la explotación
libre de esos océanos de petróleo que avanzan en el sur desde las orillas del
Titicaca por toda la Cuenca Amazónica hasta llegar al límite máximo de nuestra
frontera del norte. Esos trabajos en la montaña harán despertar a la selva
milenaria, creando zonas habitables para los valerosos inmigrantes que de todos
los puntos del planeta se proponen venir para juntar su esfuerzo al trabajo
creador de la naturaleza, allí donde el suelo, los bosques, los ríos, conservan
la primitiva grandeza que tuvo la Tierra al salir de manos de su Divino
Artífice. Esos trabajos públicos comprenden también los ferrocarriles y los
caminos.
Sobre todo los ferrocarriles, que, partiendo de la costa,
penetran a la montaña; y los caminos que, siguiendo los planes científicos de
su construcción, comuniquen las tres regiones del Perú, su capital, con todas
sus fronteras, unas ciudades con otras, las que se levantan como atalayas en la
cumbre de los cerros, las que orientan como puntos de dirección en la espesura
de las selvas y las que se recuestan embriagadas de sol en las suaves
pendientes de los valles costaneros.
En una palabra, mi programa de Gobierno para el periodo que
hoy se inicia, lo concreto diciendo: que daré al Perú la conciencia de su unidad
geográfica por las comunicaciones que voy a construir; la conciencia de su
unidad espiritual por el nuevo régimen de educación que voy a establecer; la
conciencia de su unidad económica por las reformas fiscales que voy a dictar. Y
no olvido, señores, no lo olvidaré nunca, que también debo dar al Perú la
conciencia de su fuerza estimulando ampliamente los progresos de nuestro
Ejército, de nuestra Marina y de nuestra Aviación.
Señores Representantes:
Al declarar inauguradas vuestras labores en la Legislatura
Ordinaria de 1929, hago votos porque el Dios de las naciones os ilumine para
realizar la obra de bien que espera la República.